Re: Pifias de taller
Publicado: 11 Dic 2009, 01:43
Madre mía, me descojono...
Aunque mis prácticas sólo duraron un verano, me dio tiempo de sobra para meter la pata hasta los sobacos. Recuerdo la primera. Él era un lléntelman gibraltareño. Vino a hacerse unos progresivos. Le gradué y todo. Salió sospechosamente bien, sin ningún percance. De por sí, costaba entenderse con él, pues yo no domino con fluidez esa lengua de bárbaros. No obstante, al entregarle las gafas, miró su reloj, y al comprobar asombrado que veía con nitidez hasta los días de las ruedas pequeñas, exclamó un "¡cojones, joder!" tan claro y carente de acento que yo me di por satisfecho.
Regresó a la semana, quejándose. Lo revisé y descubrí que el centro lo puse un par de milímetros bajo. Como era corpulento como un roble, y su nariz grande como un puño, se las marqué un poco desde abajo. Y es que yo se las coloqué, pero no le dije que se las ajustara a la posición que él las llevara. Total, le expliqué qué pasaba, y pedimos otras lentes, qué íbamos a hacer.
Éstas tardaron bastante, pero finalmente llegaron; y las monté bien, no me podía permitir el lujo de volverla a cagar. Le llamé entusiasmado. Cuando apareció, le dije que tomara asiento y fui, como un niño que ansioso va a por su juguete, al taller para dárselas. Sólo faltaba limpiarle las marcas. Cogí el bote de acetona (aunque si nos preguntan negaremos su existencia) y me puse a humedecer el trapo. Maldita sea, no podía esperar, tenía que recuperar mi honra cuanto antes, así que apreté el bote para que saliera más y ¡pomp!, el tapón salió despedido como el de una botella champán. Las gafas estaban debajo, claro. Y así, cumpliéndose la Ley General de la Pifia, las cubrí enteritas de acetona.
En un primer momento a mí, hombre de recursos y con iniciativa, estupefacto, presa del pánico y ante las carcajadas de una de mis compañeras, se me pasó por la cabeza la brillante idea de frotarlas con la acetona para homogeneizar el color. Como que lo hice. Entonces entré en razón, comprobé que estaban un poco ásperas, y comprendí que aquello no podía ser.
Me armé de valor e intenté explicárselo intentando que no pensara que me reía de él, porque yo no me podía aguantar la risa. Él no sabía cómo encajarlo, pero finalmente se mostró comprensivo. En ese momento actuó la providencia. Recordé que en una caja para entregar estaba el mismo modelo en otro color. Le comenté la posibilidad y recé por que no me diera un guantazo. Y así fue como recuperé mi honra.
Joder, qué mal trago pasé, pero cómo me pude descojonar.
Aunque mis prácticas sólo duraron un verano, me dio tiempo de sobra para meter la pata hasta los sobacos. Recuerdo la primera. Él era un lléntelman gibraltareño. Vino a hacerse unos progresivos. Le gradué y todo. Salió sospechosamente bien, sin ningún percance. De por sí, costaba entenderse con él, pues yo no domino con fluidez esa lengua de bárbaros. No obstante, al entregarle las gafas, miró su reloj, y al comprobar asombrado que veía con nitidez hasta los días de las ruedas pequeñas, exclamó un "¡cojones, joder!" tan claro y carente de acento que yo me di por satisfecho.
Regresó a la semana, quejándose. Lo revisé y descubrí que el centro lo puse un par de milímetros bajo. Como era corpulento como un roble, y su nariz grande como un puño, se las marqué un poco desde abajo. Y es que yo se las coloqué, pero no le dije que se las ajustara a la posición que él las llevara. Total, le expliqué qué pasaba, y pedimos otras lentes, qué íbamos a hacer.
Éstas tardaron bastante, pero finalmente llegaron; y las monté bien, no me podía permitir el lujo de volverla a cagar. Le llamé entusiasmado. Cuando apareció, le dije que tomara asiento y fui, como un niño que ansioso va a por su juguete, al taller para dárselas. Sólo faltaba limpiarle las marcas. Cogí el bote de acetona (aunque si nos preguntan negaremos su existencia) y me puse a humedecer el trapo. Maldita sea, no podía esperar, tenía que recuperar mi honra cuanto antes, así que apreté el bote para que saliera más y ¡pomp!, el tapón salió despedido como el de una botella champán. Las gafas estaban debajo, claro. Y así, cumpliéndose la Ley General de la Pifia, las cubrí enteritas de acetona.
En un primer momento a mí, hombre de recursos y con iniciativa, estupefacto, presa del pánico y ante las carcajadas de una de mis compañeras, se me pasó por la cabeza la brillante idea de frotarlas con la acetona para homogeneizar el color. Como que lo hice. Entonces entré en razón, comprobé que estaban un poco ásperas, y comprendí que aquello no podía ser.
Me armé de valor e intenté explicárselo intentando que no pensara que me reía de él, porque yo no me podía aguantar la risa. Él no sabía cómo encajarlo, pero finalmente se mostró comprensivo. En ese momento actuó la providencia. Recordé que en una caja para entregar estaba el mismo modelo en otro color. Le comenté la posibilidad y recé por que no me diera un guantazo. Y así fue como recuperé mi honra.
Joder, qué mal trago pasé, pero cómo me pude descojonar.