
Juego: La Parte por el Todo
- Coliflora
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Re: Juego: La Parte por el Todo
Ib añez? jajajaj creó 13 rue del Percebe así que de arquitectura tiene algo, no?


Yo soy Óptico Optometrista.
Re: Juego: La Parte por el Todo
Investigador en Bioquímica, genética y similares?
- alejandrosierra
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Re: Juego: La Parte por el Todo
Se ha acercado más Coli que Greta...
Es argentino y está vivito y coleando.

- alejandrosierra
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Re: Juego: La Parte por el Todo
Bingo Ahorso¡¡¡¡¡
Mordillo: mi dibujante favorito, siempre usado en mis carteles de horarios. Te toca....
Mordillo: mi dibujante favorito, siempre usado en mis carteles de horarios. Te toca....
- schwarz
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Re: Juego: La Parte por el Todo
Y tiene que ver con la arquitectura? anda que...
No sé si lo conseguiremos, pero que no sea por no intertarlo.
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Re: Juego: La Parte por el Todo
alejandrosierra escribió:Bingo Ahorso¡¡¡¡¡
Mordillo: mi dibujante favorito, siempre usado en mis carteles de horarios. Te toca....
La verdad, me lo habeis puesto a huevo. Dibujante y argentino. Si no era quino, mordillo (son los dos que conozco)....
Ahi va mi reto:

En una de sus novelas más famosas, su protagonista femenina cambia de nombre varias veces. Quiero dos de esos nombres.....
No es tan jodido como parece....
- alejandrosierra
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Re: Juego: La Parte por el Todo
alejandrosierra escribió:No, pero su profesión tiene cosas en común con la arquitectura.
En ambas profesiones se usa mucho el dibujo. Creo que no he dicho ninguna tontería no?schwarz escribió:Y tiene que ver con la arquitectura? anda que...
- alejandrosierra
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Re: Juego: La Parte por el Todo
Al escritor lo conozco pero lo otro es más dificil para mí... 

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- óptico conferenciante
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Re: Juego: La Parte por el Todo
Doy una pista: el primer capitulo de la novela en cuestión. Es un tocho, y tiene un poco de sexo, por lo que si alguien se ofende le pido disculpas.....
1. La tierra de los dioses
Durante la tibia mañana de la primavera egipcia, ya próxima al verano, el mercado de los terceros días en Canope es una continua vibración de luz, color y vocerío. Acribillan el aire los más contrapuestos olores y los gritos de los mercaderes, que pregonan sus géneros sentados sobre esterillas de papiro trenzado. «Paso, paso», claman constantemente quienes intentan moverse en la aglomeración, más densa hoy porque muchos campesinos han levantado sus cosechas y distraen el ocio impuesto por la inundación anual, que no tardará en ser anunciada desde el gran nilómetro del sur, en la isla Elefantina. Algunos aprovechan para ponerse en manos del barbero sangrador, pasar el tiempo con el juego de la serpiente, o detenerse ante el charlatán de las hierbas mágicas para casos de amor o de dolencias. Incluso se permiten el lujo de pedir agua de cebada al aguador, que anuncia la bebida con el tintineo de sus cascabeles, porque están contentos: al fin salió de los campos la plaga de los escribas fiscales, que presenciaron la siega como cuervos expectantes, para evaluar a la vista de la mies los impuestos exigibles.
Hacia el mediodía hortelanos y mercaderes van recogiendo sus puestos. Los olores acres o dulces, fermentados o aromáticos, se avivan al remover los géneros: habas, lentejas, ahumados peces del delta, vísceras y carnes, pequeños higos de sicomoro junto a los más jugosos de la higuera, dátiles, pistachos, caracoles, miel de abejas salvajes cogida en los oasis nubios, sésamo, ajos y tantos otros artículos no comestibles: pelo cabrío, lino, cueros, herramientas, leña, carbón, aperos, sandalias y sombreros de papiro. La plaza se vacía pero en las callejuelas adyacentes permanecen abiertas tiendecillas con mercancías más selectas: desde las sedas y transparentes linos para plisar hasta la orfebrería, pasando por los amuletos y los perfumes, la plata y el lapislázuli del Sinaí, el ámbar importado y los cosméticos, las pelucas para hombre o mujer y los cinturones de última moda. Por una de esas vías, la que baja desde el otero coronado por el muy famoso templo de Serapis, desciende un jinete montado en un asno cuya alzada y lustroso pelo demuestran la calidad del personaje: un hombre maduro de tez clara, ojillos astutos y labios delgados que, de vez en cuando, comprueba la correcta colocación de su negra peluca. Un esclavo abre paso a la cabalgadura y otro camina al lado llevando el bastón y las sandalias de su señor; tres porteadores caminan detrás, con los fardos de géneros adquiridos en el mercado.
La sonrisa del jinete delata gratos pensamientos. Ciertamente, las palabras oídas en el templo no han podido ser más prometedoras, disipando sus temores de que el nuevo Padre de los Misterios no le dispensara la misma protección que el anterior, recientemente fallecido. La comunidad sacerdotal piensa a largo plazo y no ha alterado los planes previstos en defensa de los divinos intereses; ni tampoco ha olvidado los servicios prestados por el jinete desde que era un joven escriba en el santuario. «Ten paciencia, hijo mío —ha dicho el Padre—, el tiempo trabaja para el cielo. El sacrílego expolio de las tierras de Tanuris, perpetrado por el emperador Caracalla hace cuarenta y dos años, se corregirá con tu ayuda. Serapis recobrará esa propiedad y tú ya no serás tan sólo el mayordomo de tu impío patrón, sino el administrador vitalicio de esa hacienda en nombre del templo.» El jinete mandará en Tanuris y acabará construyéndose en la colina junto al canal una tumba digna de un escriba nacido en la casta sacerdotal, con un bello sarcófago donde seguir viviendo en el mundo de Osiris. Su mente se recrea acariciando los medios adecuados para abreviar el proceso de recuperación y no olvida las posibilidades de su hija Yazila que, apenas cumplidos los diez años, ya promete convertirse en una doncella de encantos muy codiciables. ¡Si logra que el joven amo se fije en ella...!
Entre tanto el esclavo guía ha sacado a la comitiva del área del mercado, acercándola a las orillas del canal de Alejandría, donde se concentran las placenteras actividades que han hecho de Canope uno de los más lujosos balnearios y centros de diversión de todo Egipto. Desde los pabelloncitos ribereños y casas de placer y desde las embarcaciones de recreo pintorescamente decoradas, llega el tintineo de los címbalos, el ritmo de los tamboriles y la melodía de cítaras y flautas. Algunos bateles transportan a excursionistas alejandrinos, pero la mayoría pertenecen a los ricos financieros y a familias de la alta sociedad, cuyos nombres aparecen en los libelos callejeros o en los epigramas eróticos estampados nocturnamente sobre ciertos muros de la capital.
Como un servicio público más, en esa zona se encuentra una de las mejores cuadras de esclavos para la venta, especializada en jóvenes de ambos sexos educables para el placer. El dueño se levanta presuroso de su sombreado asiento en el pórtico al reconocer a un habitual comprador: el Gran Mayordomo de la Villa Tanuris, propiedad de Ahram el Navegante y habitada por su yerno Neferhotep. El jinete detiene su montura para escuchar condescendiente las zalemas del mercader, pero responde impaciente a los elogios del género disponible, pues no tiene intenciones adquisitivas. El vendedor insiste: —Echa al menos una mirada, noble Amoptis. Tengo una auténtica rareza, lo nunca visto. ¿Cómo, si no, me hubiese atrevido a detenerte?
Ante un gesto del jinete su bastonero se apresura a arrodillarse para colocar las sandalias junto al asno y ayudar a su amo a desmontar y a calzárselas. Entregándole luego el bastón, le sigue por el pórtico hasta el patio, donde se queda esperando a que Amoptis vuelva a salir.
En una estancia aparte de los dormitorios comunes y sobre un poyo cubierto con estera de papiro reposa una mujer que se incorpora al ver entrar a un posible comprador y, con la indiferencia de la costumbre, deja caer a sus pies el manto que la cubre. Las oblicuas rayas de sol cernidas por una celosía doran en el acto la tersa blancura de una torneada cadera que, sin embargo, no llega a provocar el interés del visitante, pues Amoptis prefiere las formas andróginas a ese cuerpo esbelto con pechos erguidos y bien puestos, cuya arrogancia reside más en su adivinable densidad que en su volumen. Además no es una carne joven: ha rebasado ya los veinte años y por eso el mayordomo lamenta haber entrado y mira con reproche al viejo vendedor. Pero éste lo esperaba y, sin una palabra de excusa, sonríe pícaramente y arranca el velo que cubría la cabeza femenina.
De golpe, una cascada increíble se derrama hasta los desnudos hombros y enmarca el rostro con una dorada claridad próxima al fulgor del cobre recién cortado. No es una pelirroja de las mal vistas por la superstición egipcia: esa viva mata de seda, que serpentea a cada movimiento en largas ondas, como de mar tendida, tiene el rubio profundo, fuerte y dulce del ámbar antiguo, de la miel reciente. Amoptis, fascinado, se aproxima y acaricia el prodigio con mano estremecida, mientras la mujer permanece indiferente. Por primera vez contempla el rostro femenino: le asombran unos ojos entre verdes y grises, que le hacen sentirse culpable de atrevimiento aunque no le miran siquiera. No, no le están viendo; ajena a todo como si estuviese sola, esa mujer ofrece a la contemplación masculina una figura que ahora resulta admirable: la plenitud discreta de los labios, la delicada nariz, el grácil cuello sobre los redondos hombros, el cárdeno color de unos pezones levemente apuntados, la lisura del vientre con la perfección del ombligo, la ternura del pubis, y las largas, llenas, estatuarias piernas de rodillas impecables. Amoptis desearía, como es natural en esos tratos, comprobar por su propio dedo si la mujer es virgen pero, inexplicablemente intimidado, vuelve de pronto la espalda a la esclava y camina hacia la salida. Le sigue el asombrado vendedor, que cierra la puerta tras él.
—¿No le ha gustado a tu nobleza?
—Supongo que a su edad no será virgen.
El vendedor hace un gesto de impotencia:
—Si lo fuera, y además joven, lo tendría todo. Pero, señor, ¡esa cabellera...! ¡No he visto otra igual en mi vida!
Amoptis lo reconoce y, en ese instante, concibe una idea que puede granjearle más influencia sobre su señora y además —aunque no se lo confiese a sí mismo— librarle de su ridícula inhibición ante una mera esclava. ¡Absurdo sentimiento en el Gran Mayordomo de Neferhotep, yerno de Ahram el Navegante, gracias a cuya influencia es miembro del Consejo Municipal de Alejandría!
Amoptis inicia el trato desdeñosamente.
—No vale gran cosa. Sólo me sirve su cabellera; si me la vendieras suelta te dejaría el cuerpo.
Y como el vendedor le mira extrañado, concluye:
—Para ofrecer una peluca a mi señora. Le encantará deslumbrar con ella a las damas de Alejandría.
Convenido al fin el precio —no muy alto porque al vendedor le ha sido preciso reconocer que ella tiene ya veintitrés años y es una terrorista cristiana—, Amoptis vuelve a entrar en el cuarto, donde la mujer se pone en pie, adivinando el resultado.
—Alégrate: has tenido suerte con tu nuevo amo —comienza el vendedor—. Nada menos que el poderoso Ahram...
Amoptis le hace callar con un gesto y manda desnudarse a la mujer.
—Vuélvete y dóblate —ordena imperioso, descubriendo así la armonía de la espalda femenina, casi cubierta hasta la cintura por la cabellera.
La mujer obedece, inmovilizándose en ángulo recto, con las manos apoyadas en sus rodillas. Amoptis se acerca a las sugestivas nalgas y, con humilladora brutalidad, hurga entre las piernas obligándolas a separarse. Aparentemente se limita a cumplir con la costumbre pero en realidad ejerce una venganza por haberse sentido intimidado ante ella, aunque para eso haya de tocar impuros repliegues femeninos, poco atractivos para quien se inició en el sexo con viriles traseros adolescentes en la escolanía del templo. Ordena luego a la esclava que se vista y le prohíbe descubrir sus cabellos mientras él no lo disponga: quiere sorprender a la señora.
—¿De dónde eres? —pregunta en egipcio. —De la isla de Psyra, señor —responde ella también en egipcio, aunque torpemente. La voz es seductora sin proponérselo.
—¿Tu nombre? —continúa Amoptis en griego, orgulloso de sus conocimientos.
—Ahora me llamaban Irenia —responde la esclava. Y una punzada no perceptible hiere su corazón al recordar que fue Domicia quien le impuso ese nombre de paz cuando ella se unió a los cristianos errantes.
Al abonar su compra, Amoptis manda traer para la esclava una sandalias de papiro. No quiere estropear, con la larga hora de camino hasta Tanuris, los delicados pies que avaloran la mercancía.
Para asegurarse la sorpresa y como se ha hecho tarde para exhibir su hallazgo, dispone al llegar a la Villa que la esclava sea llevada a su propia alcoba, donde han de tenderle una estera y servirle comida. Por eso cuando, terminadas otras obligaciones, sube a su aposento, encuentra allí a la mujer. Preferiría estar solo pero decide aprovechar esa presencia para que le descalce y lave los pies con agua de natrón detergente, ordenándole antes que descubra la sorprendente cabellera.
La deja hacer, abstraído, cuando de pronto nota que los gestos femeninos son singularmente suaves al acariciarle en la jofaina. Inclinándose contempla en torno a sus tobillos unas manos delicadas, sin las asperezas propias de quien ha recorrido tierras con una banda terrorista. En la inclinada cabeza la cabellera despliega ondulaciones a cada movimiento. Amoptis acaricia esa seda y siente latir en sus maduras venas un deseo ya casi olvidado. Entre tanto ella ha acabado de secar los pies y retira la jofaina.
—Eres hábil. ¿Aprendiste las artes del masaje?
—Las he practicado, señor.
El hombre se levanta y la requiere para que le ayude a desnudarse. Luego se tiende de bruces sobre el lecho, mostrando la estrecha espalda de escriba con el espinazo algo desviado, las nalgas fláccidas, las piernas delgadas con rodillas nudosas. Señala un pomo de óleo en la repisa. Las manos femeninas comienzan a acariciar, presionar, estimular esas magras carnes. El hombre suspira, pensativo:
«Quién iba a imaginar... ¿Qué me ocurre, a mis años...? Si mi pequeña Yazila aprendiera estos masajes, seguro que el amo se encapricharía de su cuerpo flexible, de su piel de canela... Lo conseguiré, tendrá que ayudarme... ¡Ah, esta mujer, esta mujer...! ¡Tan fría y sabiendo tanto! Es un desollarme suavemente, un quitarme la piel para llegar más adentro... ¿Dónde habrá...?»
—¿Has trabajado en burdeles? ¡No mientas!
La mujer le mira estupefacta. ¿Por qué había de mentir?
—En Bizancio, señor.
«Bizancio... Dicen que allí los placeres... Seguro que...» Se vuelve de pronto boca arriba y, antes de pensarlo siquiera, su cuerpo ordena a su voz:
—¡Chúpame!
La esclava no replica. Arrodillada como está inclina su cabeza sobre el pubis masculino y su boca inicia sabiamente la caricia del miembro circunciso mientras los cabellos rozan los muslos entreabiertos... Lenta, lentamente... El hombre suspira, jadea, se agita, goza... Le queda el cuerpo descoyuntado, disperso, líquido: jamás conoció un diluirse tan febril... La mujer vuelve al rincón de la jofaina, regresa con ella, lava cuidadosamente el miembro empequeñecido.
—Apaga la lámpara —manda al fin el hombre—, pero deja encendida aquella lucerna.
Amoptis cierra los ojos, no tanto para dormirse como para hacer desaparecer a la causante de su desconcierto. ¡Él, tan seguro siempre! ¿Cómo le ha trastornado tanto esa mujer que parecía estar ignorándole?... Empieza a preguntarse si no habrá metido en la casa a un ser maligno. De pronto le aterra recordar que, según se dice, entre las gentes de mal vivir abundan las portadoras de esa extraña peste recrudecida últimamente... En cuanto se le corte el pelo, mañana mismo, la relegará a las cocinas. No, a los establos, donde ni él mismo la vea, donde no constituya un riesgo para nadie. Instintivamente lleva la mano a su sexo, como para protegerlo, y empieza a musitar la fórmula que apacigua a Sekhmet la poderosa, la destructora.
Así fue comprada la esclava Irenia para el Excelso Señor Neferhotep, de la Villa de Tanuris, en las calendas de mayo del año 1010 de la fundación de Roma, cuarto del reinado del cesar Cayo Publio Licinio Valeriano, mes que los escribas egipcios llaman Mesore y el pueblo conoce como cuarto de la estación Chemu, antes de que las lágrimas de Isis, allá en el remoto sur, provocasen la crecida del Nilo y su desbordamiento sobre la milenaria tierra de los faraones.
1. La tierra de los dioses
Durante la tibia mañana de la primavera egipcia, ya próxima al verano, el mercado de los terceros días en Canope es una continua vibración de luz, color y vocerío. Acribillan el aire los más contrapuestos olores y los gritos de los mercaderes, que pregonan sus géneros sentados sobre esterillas de papiro trenzado. «Paso, paso», claman constantemente quienes intentan moverse en la aglomeración, más densa hoy porque muchos campesinos han levantado sus cosechas y distraen el ocio impuesto por la inundación anual, que no tardará en ser anunciada desde el gran nilómetro del sur, en la isla Elefantina. Algunos aprovechan para ponerse en manos del barbero sangrador, pasar el tiempo con el juego de la serpiente, o detenerse ante el charlatán de las hierbas mágicas para casos de amor o de dolencias. Incluso se permiten el lujo de pedir agua de cebada al aguador, que anuncia la bebida con el tintineo de sus cascabeles, porque están contentos: al fin salió de los campos la plaga de los escribas fiscales, que presenciaron la siega como cuervos expectantes, para evaluar a la vista de la mies los impuestos exigibles.
Hacia el mediodía hortelanos y mercaderes van recogiendo sus puestos. Los olores acres o dulces, fermentados o aromáticos, se avivan al remover los géneros: habas, lentejas, ahumados peces del delta, vísceras y carnes, pequeños higos de sicomoro junto a los más jugosos de la higuera, dátiles, pistachos, caracoles, miel de abejas salvajes cogida en los oasis nubios, sésamo, ajos y tantos otros artículos no comestibles: pelo cabrío, lino, cueros, herramientas, leña, carbón, aperos, sandalias y sombreros de papiro. La plaza se vacía pero en las callejuelas adyacentes permanecen abiertas tiendecillas con mercancías más selectas: desde las sedas y transparentes linos para plisar hasta la orfebrería, pasando por los amuletos y los perfumes, la plata y el lapislázuli del Sinaí, el ámbar importado y los cosméticos, las pelucas para hombre o mujer y los cinturones de última moda. Por una de esas vías, la que baja desde el otero coronado por el muy famoso templo de Serapis, desciende un jinete montado en un asno cuya alzada y lustroso pelo demuestran la calidad del personaje: un hombre maduro de tez clara, ojillos astutos y labios delgados que, de vez en cuando, comprueba la correcta colocación de su negra peluca. Un esclavo abre paso a la cabalgadura y otro camina al lado llevando el bastón y las sandalias de su señor; tres porteadores caminan detrás, con los fardos de géneros adquiridos en el mercado.
La sonrisa del jinete delata gratos pensamientos. Ciertamente, las palabras oídas en el templo no han podido ser más prometedoras, disipando sus temores de que el nuevo Padre de los Misterios no le dispensara la misma protección que el anterior, recientemente fallecido. La comunidad sacerdotal piensa a largo plazo y no ha alterado los planes previstos en defensa de los divinos intereses; ni tampoco ha olvidado los servicios prestados por el jinete desde que era un joven escriba en el santuario. «Ten paciencia, hijo mío —ha dicho el Padre—, el tiempo trabaja para el cielo. El sacrílego expolio de las tierras de Tanuris, perpetrado por el emperador Caracalla hace cuarenta y dos años, se corregirá con tu ayuda. Serapis recobrará esa propiedad y tú ya no serás tan sólo el mayordomo de tu impío patrón, sino el administrador vitalicio de esa hacienda en nombre del templo.» El jinete mandará en Tanuris y acabará construyéndose en la colina junto al canal una tumba digna de un escriba nacido en la casta sacerdotal, con un bello sarcófago donde seguir viviendo en el mundo de Osiris. Su mente se recrea acariciando los medios adecuados para abreviar el proceso de recuperación y no olvida las posibilidades de su hija Yazila que, apenas cumplidos los diez años, ya promete convertirse en una doncella de encantos muy codiciables. ¡Si logra que el joven amo se fije en ella...!
Entre tanto el esclavo guía ha sacado a la comitiva del área del mercado, acercándola a las orillas del canal de Alejandría, donde se concentran las placenteras actividades que han hecho de Canope uno de los más lujosos balnearios y centros de diversión de todo Egipto. Desde los pabelloncitos ribereños y casas de placer y desde las embarcaciones de recreo pintorescamente decoradas, llega el tintineo de los címbalos, el ritmo de los tamboriles y la melodía de cítaras y flautas. Algunos bateles transportan a excursionistas alejandrinos, pero la mayoría pertenecen a los ricos financieros y a familias de la alta sociedad, cuyos nombres aparecen en los libelos callejeros o en los epigramas eróticos estampados nocturnamente sobre ciertos muros de la capital.
Como un servicio público más, en esa zona se encuentra una de las mejores cuadras de esclavos para la venta, especializada en jóvenes de ambos sexos educables para el placer. El dueño se levanta presuroso de su sombreado asiento en el pórtico al reconocer a un habitual comprador: el Gran Mayordomo de la Villa Tanuris, propiedad de Ahram el Navegante y habitada por su yerno Neferhotep. El jinete detiene su montura para escuchar condescendiente las zalemas del mercader, pero responde impaciente a los elogios del género disponible, pues no tiene intenciones adquisitivas. El vendedor insiste: —Echa al menos una mirada, noble Amoptis. Tengo una auténtica rareza, lo nunca visto. ¿Cómo, si no, me hubiese atrevido a detenerte?
Ante un gesto del jinete su bastonero se apresura a arrodillarse para colocar las sandalias junto al asno y ayudar a su amo a desmontar y a calzárselas. Entregándole luego el bastón, le sigue por el pórtico hasta el patio, donde se queda esperando a que Amoptis vuelva a salir.
En una estancia aparte de los dormitorios comunes y sobre un poyo cubierto con estera de papiro reposa una mujer que se incorpora al ver entrar a un posible comprador y, con la indiferencia de la costumbre, deja caer a sus pies el manto que la cubre. Las oblicuas rayas de sol cernidas por una celosía doran en el acto la tersa blancura de una torneada cadera que, sin embargo, no llega a provocar el interés del visitante, pues Amoptis prefiere las formas andróginas a ese cuerpo esbelto con pechos erguidos y bien puestos, cuya arrogancia reside más en su adivinable densidad que en su volumen. Además no es una carne joven: ha rebasado ya los veinte años y por eso el mayordomo lamenta haber entrado y mira con reproche al viejo vendedor. Pero éste lo esperaba y, sin una palabra de excusa, sonríe pícaramente y arranca el velo que cubría la cabeza femenina.
De golpe, una cascada increíble se derrama hasta los desnudos hombros y enmarca el rostro con una dorada claridad próxima al fulgor del cobre recién cortado. No es una pelirroja de las mal vistas por la superstición egipcia: esa viva mata de seda, que serpentea a cada movimiento en largas ondas, como de mar tendida, tiene el rubio profundo, fuerte y dulce del ámbar antiguo, de la miel reciente. Amoptis, fascinado, se aproxima y acaricia el prodigio con mano estremecida, mientras la mujer permanece indiferente. Por primera vez contempla el rostro femenino: le asombran unos ojos entre verdes y grises, que le hacen sentirse culpable de atrevimiento aunque no le miran siquiera. No, no le están viendo; ajena a todo como si estuviese sola, esa mujer ofrece a la contemplación masculina una figura que ahora resulta admirable: la plenitud discreta de los labios, la delicada nariz, el grácil cuello sobre los redondos hombros, el cárdeno color de unos pezones levemente apuntados, la lisura del vientre con la perfección del ombligo, la ternura del pubis, y las largas, llenas, estatuarias piernas de rodillas impecables. Amoptis desearía, como es natural en esos tratos, comprobar por su propio dedo si la mujer es virgen pero, inexplicablemente intimidado, vuelve de pronto la espalda a la esclava y camina hacia la salida. Le sigue el asombrado vendedor, que cierra la puerta tras él.
—¿No le ha gustado a tu nobleza?
—Supongo que a su edad no será virgen.
El vendedor hace un gesto de impotencia:
—Si lo fuera, y además joven, lo tendría todo. Pero, señor, ¡esa cabellera...! ¡No he visto otra igual en mi vida!
Amoptis lo reconoce y, en ese instante, concibe una idea que puede granjearle más influencia sobre su señora y además —aunque no se lo confiese a sí mismo— librarle de su ridícula inhibición ante una mera esclava. ¡Absurdo sentimiento en el Gran Mayordomo de Neferhotep, yerno de Ahram el Navegante, gracias a cuya influencia es miembro del Consejo Municipal de Alejandría!
Amoptis inicia el trato desdeñosamente.
—No vale gran cosa. Sólo me sirve su cabellera; si me la vendieras suelta te dejaría el cuerpo.
Y como el vendedor le mira extrañado, concluye:
—Para ofrecer una peluca a mi señora. Le encantará deslumbrar con ella a las damas de Alejandría.
Convenido al fin el precio —no muy alto porque al vendedor le ha sido preciso reconocer que ella tiene ya veintitrés años y es una terrorista cristiana—, Amoptis vuelve a entrar en el cuarto, donde la mujer se pone en pie, adivinando el resultado.
—Alégrate: has tenido suerte con tu nuevo amo —comienza el vendedor—. Nada menos que el poderoso Ahram...
Amoptis le hace callar con un gesto y manda desnudarse a la mujer.
—Vuélvete y dóblate —ordena imperioso, descubriendo así la armonía de la espalda femenina, casi cubierta hasta la cintura por la cabellera.
La mujer obedece, inmovilizándose en ángulo recto, con las manos apoyadas en sus rodillas. Amoptis se acerca a las sugestivas nalgas y, con humilladora brutalidad, hurga entre las piernas obligándolas a separarse. Aparentemente se limita a cumplir con la costumbre pero en realidad ejerce una venganza por haberse sentido intimidado ante ella, aunque para eso haya de tocar impuros repliegues femeninos, poco atractivos para quien se inició en el sexo con viriles traseros adolescentes en la escolanía del templo. Ordena luego a la esclava que se vista y le prohíbe descubrir sus cabellos mientras él no lo disponga: quiere sorprender a la señora.
—¿De dónde eres? —pregunta en egipcio. —De la isla de Psyra, señor —responde ella también en egipcio, aunque torpemente. La voz es seductora sin proponérselo.
—¿Tu nombre? —continúa Amoptis en griego, orgulloso de sus conocimientos.
—Ahora me llamaban Irenia —responde la esclava. Y una punzada no perceptible hiere su corazón al recordar que fue Domicia quien le impuso ese nombre de paz cuando ella se unió a los cristianos errantes.
Al abonar su compra, Amoptis manda traer para la esclava una sandalias de papiro. No quiere estropear, con la larga hora de camino hasta Tanuris, los delicados pies que avaloran la mercancía.
Para asegurarse la sorpresa y como se ha hecho tarde para exhibir su hallazgo, dispone al llegar a la Villa que la esclava sea llevada a su propia alcoba, donde han de tenderle una estera y servirle comida. Por eso cuando, terminadas otras obligaciones, sube a su aposento, encuentra allí a la mujer. Preferiría estar solo pero decide aprovechar esa presencia para que le descalce y lave los pies con agua de natrón detergente, ordenándole antes que descubra la sorprendente cabellera.
La deja hacer, abstraído, cuando de pronto nota que los gestos femeninos son singularmente suaves al acariciarle en la jofaina. Inclinándose contempla en torno a sus tobillos unas manos delicadas, sin las asperezas propias de quien ha recorrido tierras con una banda terrorista. En la inclinada cabeza la cabellera despliega ondulaciones a cada movimiento. Amoptis acaricia esa seda y siente latir en sus maduras venas un deseo ya casi olvidado. Entre tanto ella ha acabado de secar los pies y retira la jofaina.
—Eres hábil. ¿Aprendiste las artes del masaje?
—Las he practicado, señor.
El hombre se levanta y la requiere para que le ayude a desnudarse. Luego se tiende de bruces sobre el lecho, mostrando la estrecha espalda de escriba con el espinazo algo desviado, las nalgas fláccidas, las piernas delgadas con rodillas nudosas. Señala un pomo de óleo en la repisa. Las manos femeninas comienzan a acariciar, presionar, estimular esas magras carnes. El hombre suspira, pensativo:
«Quién iba a imaginar... ¿Qué me ocurre, a mis años...? Si mi pequeña Yazila aprendiera estos masajes, seguro que el amo se encapricharía de su cuerpo flexible, de su piel de canela... Lo conseguiré, tendrá que ayudarme... ¡Ah, esta mujer, esta mujer...! ¡Tan fría y sabiendo tanto! Es un desollarme suavemente, un quitarme la piel para llegar más adentro... ¿Dónde habrá...?»
—¿Has trabajado en burdeles? ¡No mientas!
La mujer le mira estupefacta. ¿Por qué había de mentir?
—En Bizancio, señor.
«Bizancio... Dicen que allí los placeres... Seguro que...» Se vuelve de pronto boca arriba y, antes de pensarlo siquiera, su cuerpo ordena a su voz:
—¡Chúpame!
La esclava no replica. Arrodillada como está inclina su cabeza sobre el pubis masculino y su boca inicia sabiamente la caricia del miembro circunciso mientras los cabellos rozan los muslos entreabiertos... Lenta, lentamente... El hombre suspira, jadea, se agita, goza... Le queda el cuerpo descoyuntado, disperso, líquido: jamás conoció un diluirse tan febril... La mujer vuelve al rincón de la jofaina, regresa con ella, lava cuidadosamente el miembro empequeñecido.
—Apaga la lámpara —manda al fin el hombre—, pero deja encendida aquella lucerna.
Amoptis cierra los ojos, no tanto para dormirse como para hacer desaparecer a la causante de su desconcierto. ¡Él, tan seguro siempre! ¿Cómo le ha trastornado tanto esa mujer que parecía estar ignorándole?... Empieza a preguntarse si no habrá metido en la casa a un ser maligno. De pronto le aterra recordar que, según se dice, entre las gentes de mal vivir abundan las portadoras de esa extraña peste recrudecida últimamente... En cuanto se le corte el pelo, mañana mismo, la relegará a las cocinas. No, a los establos, donde ni él mismo la vea, donde no constituya un riesgo para nadie. Instintivamente lleva la mano a su sexo, como para protegerlo, y empieza a musitar la fórmula que apacigua a Sekhmet la poderosa, la destructora.
Así fue comprada la esclava Irenia para el Excelso Señor Neferhotep, de la Villa de Tanuris, en las calendas de mayo del año 1010 de la fundación de Roma, cuarto del reinado del cesar Cayo Publio Licinio Valeriano, mes que los escribas egipcios llaman Mesore y el pueblo conoce como cuarto de la estación Chemu, antes de que las lágrimas de Isis, allá en el remoto sur, provocasen la crecida del Nilo y su desbordamiento sobre la milenaria tierra de los faraones.